domingo, 3 de junio de 2012

Dos corazones que laten al mismo compás.


Una habitación blanca. Una cama en el centro de ella. Y cables. Incontables cables. Murmuros de gente a su alrededor. John está tumbado en la cama. Abre los ojos. Y entre tantos que hay, distingue los ojos de ella. El color caramelo. Es su color preferido desde que vio esos ojos por primera vez, los de Julie, hace ya sesenta años, o puede que más, en aquel verano del 36, cuando él tan solo tenía diecisiete años y ella era una jovencita de quince. Cierra los ojos, y recuerda.
Entre uno de esos días calurosos se desató un amor joven, en el que dos personas se atarían para siempre. A los ojos de cualquier otro mortal, eran el amor perfecto. Porque todo empieza ahí. En el amor novato, en el de verano.
Pero el Sol, como todos y cada uno de los años, deja de enfriar tanto y las hojas de los árboles empiezan a amarillear y a caerse. Y el viento se las lleva. Como también se llevó el otoño, a otra ciudad, a Julie. Se quedó solo, sin su amor de verano, y sin sus días en aquella playa escondidos de sus padres con ella, donde parecía que el Sol cada día brillaba más.
Pero decidió seguir su vida, distrayéndose escribiendo cartas para ella que nunca se atrevía a echar en el buzón, y esperando al siguiente verano, en el que, supuestamente, Julie volvería a veranear. Pasaron, exactamente 271 días, desde que se fue hasta que volvieron esos días alimentados de calor. Pero, con el caluroso Sol, no volvió.
Desesperado, después de unos cuantos días más de espera, fue a la casa donde había veraneado el año anterior y, sin pensárselo dos veces, tocó al timbre. Una figura grande, paterna, asomó por detrás de la cortina. Era su padre. Abrió la puerta y preguntó:
-¿En qué puedo ayudarle jovencito?
-Mire, soy amigo de Julie, y venía a ver si la encontraba aquí.-tartamudeó John.
-Oh, lo siento. Pero Julie este año no ha venido porque ha decidido viajar al extranjero a aprender otras lenguas.
John agachó la cabeza, y notó como la rabia y las lágrimas, a su vez, brotaban desde su interior. Contestó con un: ''vale, gracias'' y fue corriendo hacia su casa, unos dos kilómetros alejada de la de Julie.>>
Abre los ojos y, otra vez, el color blanco de la habitación no le deja ver con cierta nitidez todo su alrededor. 
Pero, sí sabe que cada vez hay más y más gente. Y, a lo lejos, escucha el pitido de una máquina, que en algunos momentos, acelera el pulso de su sonido. Gira la cabeza como puede, y vuelve a ver el color caramelo, y el dulzor de su cara. Julie. Sonríe. Vuelve a cerrar los ojos y a adentrarse en lo más hondo de su memoria.
Pasó, sin duda, el peor año de su vida. Dejaba pasar el tiempo. Aunque él ya estaba negado al amor y a la vida, no hay mal que dure cien años y, después de dos largos y melancólicos años, la chica de los ojos color caramelo tocó al timbre de casa de John. 
-¡Mamá, abre tú!- gritó desde su habitación.
Su madre, con las manos pringadas de masa de bizcocho, abrió como pudo. Y una chica tan guapa como no había visto nunca, apareció al abrir la puerta. No se dijeron nada. Y a la madre no le hizo falta. Sexto sentido de las madres.
-John, es para ti.
-¿Qué va a ser para mí mamá?, hoy estás muy bromista...- iba diciendo John mientras bajaba las escaleras que daban al recibidor. Pero cuando la vio sintió algo distinto, indescriptible. No sabía si volver a subir las escaleras, ir al baño, lavarse la cara y volver a bajar para ver si era ella de verdad o bajar corriendo y darle todos los besos que se había guardado durante esos dos años.
Indudablemente, escogió la segunda. Y besos. Que ya no eran adolescentes, sino expertos. Besos de pasión y ternura, de años sin tocarse. Besos con los que no se necesitaban palabras. Besos que hablaban de lo que se habían echado de menos durante esos dos años. Besos que sabían dulce, como el caramelo, como sus ojos. Besos que unían dos vidas. Dos corazones que latían desenfrenadamente, que latían, y latirían al mismo compás durante muchísimos años. Y una madre sonriente, que miraba de reojo desde la cocina, mientras intentaba disimular que no estaba mirando, batiendo inútilmente al aire, en vez de al bol donde estaba la masa del bizcocho.
Se cogieron de la mano, y con un: ''mamá ahora vuelvo'' de John, salieron a la calle. Esa noche se quedaron a dormir en su pequeña playa, de la cual nadie sabía de su existencia. Los días felices volvieron a sus vidas.
Al finalizar aquel verano, John le dio todas las cartas que le había escrito durante ese tiempo y que nunca se había atrevido a enviarle. Julie volvió a Londres, donde vivía, no sin antes prometerle que se escribirían a diario. 
Unos meses más tarde, recibió no solo la carta con esa letra tan perfecta de su amada, sino también una petición de trabajo en un periódico londinense para escribir una columna a diario. Todo eso fue cosa de Julie, ya que envió todas las cartas de John a la redacción del periódico. Y ellos se quedaron tan sorprendidos de cómo una persona podía escribir así, que le dieron el puesto. 
Al poco tiempo de su llegada a la capital inglesa, John y Julie, se casaron. Y así pasó el tiempo. John escribió su primer libro, sobre la historia de ellos dos, y poco a poco fue teniendo éxito. Su libro favorito, sin duda. Cada vez que lo leía, más envejecían aquellas páginas con palabras que hablaban de su amor eterno. Como también envejecían ellos. Tuvieron tres hijos. Y él seguía escribiendo libros y libros, que cada vez triunfaban más, sobre las nuevas historias que vivían, y como cada día que pasaba, era muchísimo mejor que el anterior.
Abre los ojos de nuevo. Habían pasado ya 65 años desde aquel verano del 36. Recuerda bien. Pero ahora las cosas han cambiado y se han torcido mucho sus vidas. John tiene cáncer. Mira a su alrededor, y ahora sí que puede ver bien. Está en la cama del hospital, adormecido por las fuertes dosis de morfina. El sonido del electrocardiógrafo aumenta, y también su frecuencia. Sus tres hijos, que se secan las lágrimas cuando abre los ojos, y cambian la tristeza por una fuerte sonrisa de ánimo. El médico y tres enfermeras atentos de su estado. Algunos familiares más. Y Julie, arrugada, envejecida, y tocada por los años, pero tan perfecta como siempre para los ojos de John. Le acaricia la cara. Ella sonríe. Admira el color caramelo de sus ojos. Pero la máquina que emite ese sonido tan irritante suena dos veces más, y la última vez, su sonido queda prolongado. El corazón de John deja de latir. El caramelo de los ojos de Julie no pueden entreverse entre tantas lágrimas que brotan de ellos. En ese momento, sus corazones ya no laten al mismo compás porque todos tenemos una fecha, un momento, un instante, un suspiro, una hora, un minuto, y un segundo en el que todo se acaba para nosotros. En el que nada existe. Y en ese momento, John deja tanto dolor donde él estaba... Deja todo roto. Menos el silencio y las lágrimas. Todo cambia, y a ellos todo le recuerda a él. Y durante unos días parece que no saben ni sumar. Y deja recuerdos. Y, sin querer, hace pasar uno de los peores momentos a las personas a las que quería, especialmente a Julie. Pero de eso se trata la vida, de que cuando mueras todos los de tu alrededor estén llorando, porque al fin y al cabo, hay que hacerse de querer. Pero él vivió la vida, y sabía que algún día llegaría. Y aún así se sentía inmortal, y sientía que también lo eran ellos, todos ellos. Pero no es así, somos cuerpo que, guiado o no por el alma, se consume, se desgasta y, desaparece. Y aunque lo más duro para Julie es dejarle solo ahí, en una caja para siempre, sin saber si algún día de la supuesta eternidad que vivirá después de la muerte, lo podrá volver a ver. Julie no se preocupa. Sabe que sí. Que hay amores que duran más allá del tiempo. Amores eternos, que ganan a la muerte.