sábado, 24 de marzo de 2012

Musicalizar el amor.



          Él acostumbraba a tocar el violín al caer la noche. Y ella, cuando ya estaba llegando a casa, lo oía desde el coche. Todos los días pasaba los mismos nervios al abrir la puerta. Le encantaba entrar sonriendo y ver como él y su violín eran uno. Se mezclaba con la melodía, y los acordes se convertían en aire que respiraba. Entonces, ella cogía un pequeño taburete de madera, medio cojo y desgastado, y escuchaba atentamente. Cuando captaba la escala en la que tocaba, se unía con su voz. Dulce, y atenta a la letra, declaraba su amor de una forma muy distinta a la de los demás mortales. Sus canciones hablaban de todos los buenos momentos que pasaban, y de los que les quedaban por vivir. Cualquiera que les escuchara diría que serían artistas de ámbito internacional. En cambio, se guardaban el éxito para triunfar de una forma personal e íntima. A veces, el ritual cambiaba ligeramente, y ella no se sentaba en el taburete, sino frente al piano, para enarmonizar más sus palabras de amor. Otras, él llegaba a unirse con su voz, ronca, que le daba un tempo lento a esas bellas letras sonorizadas. Cuando se cansaban, se miraban a los ojos y hacían el amor hasta desgastar sus cuerpos. Así, día tras día, y tuvieran el acontecimiento que tuvieran. Cualquiera que les veía, les envidiaba. La felicidad es el objetivo principal del ser humano, y ellos, habían logrado una Matrícula de Honor en el examen de la vida. 
           Aquel día, el violín comenzó a sonar un poco antes de lo normal. Se podía ver que él todavía era joven. Una espalda recta y un físico cuidado que rozaba la treintena. La ''muerte'' era una palabra que nunca había sonado hasta aquel momento. Como tampoco ese día sonaron las ruedas del coche de su mujer frenando, ni se vio la luz de los faros aproximarse. Tampoco se habían oído las llaves, ni todavía había visto aquella sonrisa, y el taburete estaba en el mismo sitio que el día anterior. Sin embargo, sí que se oyó el teléfono que interrumpió la melodía del violín y que le anunció que la chica que abría la puerta con su mejor sonrisa, cogía el taburete y le cantaba las mejores palabras que había oído jamás no volvería. Se sentó, frente al piano e imitó a esa chica torpemente, tocando la canción que más repetían. Al día siguiente no volvió a trabajar, ni al siguiente. Tampoco se le vio por la calle, ni en el supermercado. Unos dicen que ya no han oído más aquellos bellos acordes al anochecer, y tienen razón. Aquel día enterró a su mujer, a su violín y a sus ganas de vivir.

1 comentario:

  1. Que los violines dejen de sonar, no significa que la música haya acabado.


    Un beso de una escritora a un romántico empedernido,


    Karlie Lifante

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