miércoles, 28 de diciembre de 2011

Dos vidas, un amor y mil sonrisas en un lugar perdido.

Queríamos iluminar nuestras vidas de una forma distinta. Así, al terminar mi último proyecto previsto fuimos a una agencia inmobiliaria. Vendimos todas nuestras casas, nuestros coches, y todas nuestras ganas de vivir allí en la gran manzana neoyorquina. Nos quedó una buena cantidad de dinero resultante de esfuerzos y sudor de tan solo cinco años. Habíamos sido unos triunfadores. La empresa con la que trabajaba apostaba por mí y había ganado grandes sumas millonarias en nómina durante unos meses. Después de haberlo vendido todo, menos el amor y una pequeña moto de color verde (única herencia de mi padre), nos miramos. Sus ojos, como siempre y para siempre, me hablaban de manera clara y concisa. Salimos de la agencia, y cogí el móvil y con un corto mensaje a mi asesor le dije <<Me voy, para siempre. Borra este número.>> Subimos a esa casi histórica moto. Pequeños trozos de metal cobrizos y oxidados con pintura desgastada por el tiempo. Mi padre la describía como ‘la mejor moto que un buen hombre podía tener’, además hasta en los últimos momentos de su vida, cuando ya le habían prohibido circular con ella seguía manteniendo eso de que su moto era la mejor. Yo, a pesar de ser una carga y un trasto viejo que no servía para nada, hacía dos semanas que la había sacado de un pequeño trastero donde guardo todo lo que tiene importancia sentimental para mí y que tampoco había vendido pues mi mujer no sabía si quiera de su existencia, y había reformado aquel pequeño ciclomotor. Ahora íbamos camino al aeropuerto subidos en la herencia de mi padre, a un destino perdido que me había buscado personalmente aquel chico rubio de la agencia, una casa de más de cinco mil metros cuadrados de parcela y unos dos mil habitables. Aquella casa estaba situada en una ladera, que yo ni siquiera sabía ubicar en un mapa, pues había pedido personalmente que se nos ocultara el destino a mi mujer y a mí. Habíamos decidido quedarnos toda la vida allí, donde cada semana una avioneta nos llevaría la comida semanal, un sitio donde nadie nos podía molestar, donde podíamos hacer lo que quisiéramos. Ir desnudos todo el día, engordar, adelgazar, comer cuando tuviéramos hambre, no saber del reloj, levantarte cuando saliera el Sol porque todas las paredes eran de cristal y los rayos te despertaban, mirar el amanecer y el atardecer juntos, desde la cama, mientras hacíamos el amor desenfrenadamente, comernos a besos, y no contarlos, decir te quiero: a ti y sólo a ti y que sea cierto, pues ya habríamos olvidado la existencia de cualquier otra persona. Que solo existiéramos ella y yo. Ella y yo. Ella y yo. Siempre, eternamente, intrínsecamente.

2 comentarios:

  1. Uy, pues es bonito :3
    Por cierto, me gusta la música del blog.

    cantfixmyself.blogspot.com

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  2. ¿Por qué tachaste el "desenfrenadamente"?

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